Declaración en ocasión del 50º aniversario del Acta de los Derechos Civiles

Arzobispo Joseph E. Kurtz Arzobispo de Louisville, Kentucky
Arzobispo Joseph E. Kurtz
Arzobispo de Louisville, Kentucky

Presidente, Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos

“El que dice: «Amo a Dios» y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano. (1 Juan 4, 20-21)

Mientras Estados Unidos celebra durante este año el 50º aniversario del Acta de los Derechos Civiles de 1964, me uno a mis hermanos obispos en recordar el historial heroico de ese logro. Honramos a tantos líderes cívicos, de negocios y religiosos, a estudiantes, trabajadores, educadores y todos los que de buena fe y con valor defendieron la justicia racial contra la intolerancia, la violencia, la ignorancia, y el miedo. Recordamos con agradecimiento los incontables sacrificios personales que realizaron, sacrificios que frecuentemente conllevaron dificultades, violencia y hasta la muerte. Honramos la victoria que lograron tras una larga y prolongada lucha civil y legislativa.

Estamos especialmente agradecidos por las contribuciones esenciales de la comunidad de fe durante este periodo. Impulsados por sus valores y creencias, miembros de distintas confesiones y denominaciones religiosas, incluyendo a católicos, insistieron en que la justicia racial en los Estados Unidos era imprescindible y no se podía soslayar. Inspirados en las Sagradas Escrituras, fortificados por la oración y la música espiritual, y sostenidos por el amor a Cristo, numerosos cristianos trabajaron con y para los pobres y marginados, notablemente en el segregado Sur del país.

También unimos nuestra voz a aquellos obispos católicos que repetidas veces hablaron en contra del racismo como lo demuestran declaraciones de la organización predecesora a USCCB en 1943, 1958 y en 1963. En la declaración de 1963, Sobre la harmonía racial, los obispos condenaron las injusticias de la segregación racial señalando que ésta “implica que las personas de una raza no pueden asociarse con las de otra…No podemos conciliar esa opinión con el punto de vista cristiano sobre la naturaleza del hombre y de sus derechos.” También insistieron en que “la discriminación basada en el hecho accidental de la raza o el color… no puede reconciliarse con la verdad de que Dios ha creado a todos los hombres con igualdad de derechos y de dignidad”. Un número de obispos—incluyendo el Arzobispo Ritter (St. Louis, 1946), el Arzobispo O’Boyle (Washington, D.C., en las décadas de los años1940 y 50), el Arzobispo Rummel (New Orleans, también en los 50 y 60), y el Cardenal Sheehan (Baltimore, 1963) —trabajaron para desegregar las escuelas, hospitales y otras instituciones católicas, claramente enviando la señal con sus palabras y acciones de que la discriminación racial no tiene lugar en la Iglesia o en la sociedad.

En otra declaración pastoral posterior, los obispos fueron más allá llamando al racismo por lo que es: “El racismo es un pecado: un pecado que divide a la familia humana, excluye la imagen de Dios entre miembros específicos de esa familia, y viola la dignidad humana fundamental de aquellos llamados a ser hijos de un mismo Padre.” (Brothers and Sisters to Us: U.S. Catholic Bishops’ Pastoral Letter on Racism, 1979) La Iglesia permanece como una voz profética y debe continuar insistiendo sobre la dignidad de todas las personas y la oportunidad muy real, disponible para cada uno de nosotros, de tener un encuentro personal con Cristo y ser instrumentos de su sanación, amor y verdad. Como mi hermano obispo, el Obispo Joseph Perry ha dicho, “La Iglesia continua siendo la fuente principal de sanación y esperanza para la gente…Seguimos necesitando de la Iglesia profetas y agentes de reconciliación, individuos y grupos, laicos y miembros del clero que se responsabilicen de unir a la gente a pesar de diferencias obstinadas y conflictos que garantizarían muros de separación en nuestra sociedad.” (1998)

Hace cincuenta años, el Acta de los Derechos Civiles ofreció una rama de olivo de esperanza para un tratamiento igualitario y oportunidades de educación, empleo y completa participación en la sociedad. La legislación prometió una mejor calidad de vida para millones de estadounidenses que habían sido excluidos de los privilegios de la ciudadanía basándose en su raza, color, nacionalidad, y por otros motivos. El Acta defendió la dignidad humana y extendió protecciones legales que comenzaron a transformar comunidades alrededor del país.

El Acta de los Derechos Civiles fue un enorme avance y, desde entonces, hemos progresado aún más en este trabajo vital de transformar corazones y mentes, pero aún hay mucho más por hacer. El Acta por sí misma no erradicó el legado de la esclavitud, la discriminación racial y la injusticia. De hecho, diariamente hay recordatorios a través de la nación de que las brasas de la discriminación racial todavía están candentes. Este mal infecta instituciones, leyes y sistemas, y daña a nuestros hermanos y hermanas. Por ello debemos continuar trabajando contra la influencia destructiva del racismo en las familias, comunidades religiosas y civiles, en las prácticas de empleo, el sistema de prisiones, de vivienda, y sobre el hambre, el rendimiento académico, y la salud mental.

Mientras reflexionamos en el trabajo que ha sido logrado y lo que queda por hacer, deseo mencionar las contribuciones especiales e incansables del Reverendo Dr. Martin Luther King, Jr. La primavera pasada, tuve el privilegio de participar junto a una delegación de líderes cristianos en un simposio ecuménico en Alabama donde reflexionamos sobre su renombrada “Carta desde la Cárcel de Birmingham” en la presencia de su hija, la Reverenda Bernice King. En su carta, el Dr. King abogó por una acción fuerte y oportuna para levantarnos “de las arenas movedizas de la injusticia racial a la roca sólida de la dignidad humana”. Espero que continuemos esforzándonos por alcanzar esa “roca sólida de la dignidad humana” en el presente y honremos con gratitud los sacrificios de las acciones y los escritos del Dr. King.

En conclusión, el Evangelio requiere la transformación continua personal y social. Respetar la dignidad de cada persona es primordial al tratar de difundir por el mundo la belleza de la verdad de Dios. No podemos desanimarnos. Como el Papa Francisco nos recuerda, “Llevar el evangelio es llevar la fuerza de Dios para arrancar y arrasar el mal y la violencia; para destruir y demoler las barreras del egoísmo, la intolerancia y el odio; para edificar un mundo nuevo.”

Al conmemorar los logros notables que dieron lugar al Acta de los Derechos Civiles y otros movimientos significativos hacia la justicia para todos los hijos de Dios, continuemos portando el estandarte y sigamos adelante para amarnos los unos a los otros como nuestro Señor nos amó (Jn 13:34). Y al hacerlo, recordemos las palabras del Dr. King escritas desde su celda en la cárcel: “Tengamos la esperanza de que las nubes oscuras del prejuicio racial pronto pasarán y la profunda neblina de la incomprensión se levantará de nuestras comunidades saturadas de miedo, y que en un futuro no muy distante las radiantes estrellas del amor y la hermandad brillarán sobre nuestra gran nación con todo su esplendor.”

Editor

Rafael Navarro, es Comunicador Social- Periodista de origen colombiano, ha trabajado por más de 30 años en medios de comunicación en español, tanto en Colombia como en Estados Unidos, en la actualidad es editor del periódico El Nuevo Georgia.

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